viernes, 9 de agosto de 2013

Los fetichismos de la revolución venezolana (I)

Los fetichismos de la revolución venezolana (I)

Los fetichismos de la revolución venezolana (I)
Gregorio J. Pérez Almeida
I
Fetichización del desarrollo

El proceso revolucionario venezolano tiene que ser inédito. Nadie lo pone en duda. Y tiene que ser así, entre otras razones, porque la venezolana es quizá la sociedad más “macdonalizada” de Suramérica y su “clase media”, que no es más que “media clase”, ha liderizado los procesos tanto de “modernización burguesa”, como los intentos de “revolución proletaria” y, como salta a la vista, en todo momento ha invisibilizado a los otros: los marginales o “monos”, como dicen ahora los chamos privatizados.

Otra razón, de muchísimo peso, es que, a diferencia de los procesos exitosos de Bolivia y Ecuador, no tenemos la influencia decisiva de los movimientos indígenas que por más de 500 años han resistido al dominio imperial conservando sus idiomas, valores, tradiciones y, sobre todo, la convicción de que su cultura, esto es: su organización social basada en las relaciones con la naturaleza, es no sólo distinta sino “superior” a la impuesta por los dominadores. Superior. Sí. Así de simple. Y no es idolatría indigenista, sino que esta verdad se revela en el grito de angustia de la gente cansada y agotada (y cagada) por los desastres humanos y ecológicos cometidos por el sistema-mundo-capitalista hegemónico. Ese grito lo que pide es “retornar a”, o “recuperar” los valores humanos que nos permitan frenar el desmadre mundial en que se convirtió la búsqueda del “crecimiento” y el “desarrollo”, antes de que sea demasiado tarde y vivir en armonía tanto como seres humanos sociales y políticos, como seres integrados en la naturaleza. Peticiones que, exactamente, encierran dos “palabras” milenarias del mundo andino: SUMAK KAWSAY (en quichua ecuatoriano) y SUMA QAMAÑA (en aymara boliviano), que traducidas al español significan: BUEN VIVIR y que, por la influencia determinante de los movimientos indígenas en aquellas revoluciones, forman el eje transversal de las nuevas constituciones de Ecuador y Bolivia.

Este Buen vivir, no significa vivir mejor, o “bienestar”, como lo asumimos nosotros, los blanqueados occidentales. No es el disfrute individual, material, hedonista e incesante de los bienes y servicios –principalmente materiales- disponibles en el mercado. Disfrute que nos arrogamos como “derecho humano inalienable” y que identificamos con el confort o “civilización” y que es consecuencia directa del nivel de “desarrollo” alcanzado por una sociedad.

Buen vivir, significa, en la Constitución ecuatoriana, el derecho de la población a vivir en un ambiente sano y ecológicamente equilibrado, que garantice la sostenibilidad y el buen vivir. Y en la boliviana significa, primero, el reconocimiento de la pluralidad lingüística por ser un país “plurinacional” y, en consonancia con ello, la asunción y la promoción de los principios éticos-morales de la sociedad plural: ama qhilla, ama llulla, ama suwa (no seas flojo, no seas mentiroso ni seas ladrón), suma qamaña (vivir bien), ñandereko (vida armoniosa), tekokavi (vida buena), ivimaraei (tierra sin mal) y qhapajñan (camino o vida noble) que, sumados al principio político precolombino del “mandar obedeciendo”, constituyen un proyecto descolonizador alternativo, concreto y con experiencias vivas, al proyecto desarrollista occidental que fracasó y que nos llevó al desastre presente.

Lo que sostenemos es que los venezolanos, a diferencia de los bolivianos y ecuatorianos (y también los mexicanos, centroamericanos y peruanos), tenemos más difícil pensar el futuro buscando en el pasado raíces y referentes distintos a los occidentales que están en la base del proyecto desarrollista, aunque lo llamemos “socialista”, porque nuestras etnias “aborígenes” fueron exterminadas casi totalmente y los pocos que quedaron tuvieron que esconderse en las selvas fronterizas para sobrevivir a la barbarie conquistadora, lo que provocó que sus referentes culturales quedaran excluidos del “contrato social” que concretó el Estado-nación heredero de la colonia y en el que construimos nuestro “mundo de la vida” por más de 500 años. Esta realidad histórica y social explica, por lo menos, dos cosas:

1.- La ausencia del referente indígena en el análisis del mundo hecho por los intelectuales orgánicos (tanto los conservadores como los revolucionarios) y,

2.- Por qué no se pensó a la naturaleza como elemento substancial de la vida dentro del nuevo contrato social de 1999: para occidente, a diferencia de los indígenas, la naturaleza no es más que un “recurso” al servicio del “progreso humano” que, por más consideraciones “ecológicas” que se hagan en el texto constitucional nada ni nadie la salva de sufrir los embates del emporio trasnacional petrolero en el que participa PDVESA. A lo sumo los indígenas y sus culturas quedaron como un capítulo, muy corto, en los libros de enseñanza de la historia patria. De manera que en la dinámica cultural colectiva –mayoritariamente urbana y americanizada- de nuestra sociedad, de poco vale que nuestra Constitución sea la primera en América Latina que reconozca los derechos de los indígenas, porque su presencia efectiva en nuestros imaginarios culturales, valorativos y, sobre todo, dentro de nuestras vocaciones e inspiraciones utópicas, es casi nula. Consecuencia de lo que afirmamos es que a nuestros líderes revolucionarios (mucho menos a los de la oposición) jamás se les pasaría por la mente proponer algo como el proyecto o iniciativa “Yasuní-ITT”, ecuatoriano, que consiste en dejar bajo tierra el petróleo (850 millones de barriles) que está en el fondo de los tres pozos de exploración perforados en la Amazonia y de los que toma su nombre: Ishpingo, Tambococha y Tiputini. Dejemos que el investigador de FLACSO, Matthieu Le Quang, nos explique un poco la índole del proyecto:

“El Ecuador tiene una economía basada principalmente en la renta petrolera. Recuérdese que el petróleo representó el 22,2% del PIB, el 63,1% de las exportaciones y el 46,6% del Presupuesto General del Estado, en el año 2008.

Las reservas del ITT representan cerca del 20% de las reservas totales conocidas en el país. Entonces, es una fuente financiera que un país tan pobre como el Ecuador no puede dejar. Sin embargo, la propuesta del gobierno ecuatoriano es de no explotar esas reservas, por diversas razones, no sólo ambientales.
El Ecuador, partiendo del principio de corresponsabilidad por los problemas ambientales globales, pide a la comunidad internacional una contribución cercana al 50% de los ingresos que se podrían disponer si explotara ese petróleo. Es una propuesta que tiene como meta luchar contra del calentamiento climático y contra la pérdida – sin posibilidad de retorno – de una muy rica biodiversidad, impedir la emisión de unas 410 millones de toneladas de CO2, frenar la deforestación y la contaminación de los suelos, así como el deterioro de las condiciones de vida de los habitantes de la región. Además, esta es una manera efectiva para prevenir la transformación de la selva amazónica en una sabana, lo que provocaría una disminución sustancial de la cantidad de agua en todo el continente”. (en: www.ecoportal.net)                        

Le Quang, expone cómo la iniciativa Yasuní-ITT es coherente con el SumakKawsay y reconoce sus contradicciones con el proyecto desarrollista aún hegemónico en las élites occidentalizadas de Ecuador, sin embargo, ahí está el proyecto propuesto por Rafael Correa en Copenhage como modelo a seguir para detener el recalentamiento global y sus nefastas consecuencias humanas.

Entre los venezolanos es distinto, porque la profunda y determinante “occidentalización” de nuestros imaginarios culturales y políticos que impone la fetichización del desarrollo y reduce a la naturaleza a simple recurso, es consustancial al fetiche del poder, que convierte a los activistas y a las instituciones donde ellos y ellas realizan sus tareas, en auténticas “sedes” del poder. Los activistas se “cogen” personalmente el poder y convierten a las instituciones del Estado en sus “feudos” con huestes y vasallos. Es tan así, que no exigen lealtad al “proceso”, sino a su “gestión” y por ello cuando se sustituye a un ministro por otro, es como si llegara otro gobierno al poder. Pero este es el tema de la próxima entrega.